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tourette

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boom

El cielo está oscurecido como si todavía no hubiera acabado de amanecer, cubierto por nubes de color de plomo.

Hace frío en la parada. Meto las manos en los bolsillos, doy una calada honda al cigarro y expiro una bocanada de humo y vapor.

A mi izquierda hay un hombre de mediana edad. Tiene el pelo canoso y una incipiente calva en la coronilla, y viste una parca de color granate, pantalones de pana grises y mocasines. Observa nervioso cómo me apoyo en la parada, y mira hacia otro lado.
Me da igual, y miro hacia el cielo frente a mí.

Generalmente, a estas horas pasan aviones, cruzando el cielo con rumbo a destinos que no conoceré jamás. Hoy no lo hacen; o quizá son las nubes las que me impiden verlos.

Frente a mí, en la antena, docenas de pájaros pequeños y negros se amontonan. Debe tener unos cinco pisos de altura, y al amanecer o al anochecer, todos los pájaros despegan de ella, graznando sonoramente, hasta que, si cierro los ojos, puedo sentir que sólo me rodean pájaros, que sólo soy una partícula flotando sobre su batir de alas.

Saco la mano del bolsillo para separarme el cigarro de la boca y tirar la ceniza. A la izquierda, a un par de metros de la parada, tres gorriones dan saltitos sobre el suelo, peleándose por un trozo de algo. Uno de ellos lo coge, otro se lo arrebata de la boca, yo sonrío y levantan el vuelo. hacia los pinos.

No me interesa girar la cabeza. Sólo quiero que llegue el autobús. Sólo quiero que llegue algo.

¿Qué estaban haciendo los japoneses cuando cayó la bomba? Seguramente pillaría a más de uno lavándose los dientes, o trabajando. He oído (puede que lo haya imaginado) que una pareja besándose dejó su silueta marcada sobre la pared mientras moría.

Los que esperaban el autobús dejaron la silueta de un código de barras.

Pienso en ese avión, uno de tantos que no puedo ver. Me imagino un núcleo minúsculo y pesado, tan pesado que todos adquirimos conciencia de que existe antes de que podamos percibirlo.


Entonces el mundo entero enmudece. El resplandor lo inunda todo, bañándonos en un fulgor blanco y brillante.

Lo siguiente puedo verlo, aunque ya sé lo que ha pasado, y tengo perfecta conciencia de que ya estoy ciego. Cuando iba al colegio, un chico mayor nos decía que, si mirábamos fijamente al Sol, se nos derritirían los ojos, y se deslizarían hacia abajo, bajo nuestra piel, ardiendo como metal fundido. A todos les asustaba mucho: a mí no. Sólo pensaba en mirar, y dejar que mis globos oculares se deslizaran sobre mis mejillas como lágrimas. Supongo que eso es justo lo que me ocurre ahora.
No me fijo en los pájaros, ni en el hombre a mi izquierda, pero sé que están muertos y me da igual.

Lo siguiente que percibo son los edificios temblando. De pronto, trozos de fachada primero, y luego los ladrillos mismos, van desprendiéndose de los bloques que nos rodean, volando como hojas secas en el viento de otoño, y dejando los esqueletos renegridos de los edificios, costillas de metal y cemento oxidándose y adelgazando hasta parecer barrotes.

El cielo se ha inundado de rojo, como si alguien hubiera dejado caer sangre en una copa de vodka, gota a gota...

Exhalo un suspiro justo antes de que el aire empiece a arder, y contemplo la nube de fuego que se dirige hacia mí, fluyendo sobre sí misma, majestuosa, como una ola tomando la costa. Puede que la costa tenga nombre, y la ola no, pero durante unos segundos sólo existirá la ola, y con eso basta.

Ahora todo se va fundiendo: cimientos, asfalto, parada, acera, y nuestros huesos (los de los pájaros, los del hombre, los míos mismos) sólo son como la rebaba que deja el estaño al calentarse.

Quisiera poder girarme para ver qué silueta he dejado sobre la acera, estirado, con las manos en los bolsillos y el cigarro en los labios.

das weisse licht

Hey, ¿cómo estás?

Anoche soñé que me arrancaba la piel a tiras y debajo había cables.

ERROR! 1x0000256C
Respuesta no encontrada en el array del paradigma social imperante.

Me encuentro bien, sólo algo fatigado.

Bueno, eso se pasa...

mientras caigo

El barco se alejaba, prendido en llamas que refulgían sobre las aguas y en las lágrimas clavadas en sus ojos. Todos se habían alejado ya, y la viuda, cruzados los brazos, temblaba, y alzaba su frente con orgullo. La larga trenza rubia, a su espalda, se estremecía con la brisa que la noche arrojaba desde el mar.

No sé dónde estoy. Me he perdido, y ¿dónde estás tú para guiarme?

En tu memoria.

Tengo frío, y ésta noche no serás mi manto.

Ni tu escarcha.

¿Quién alzará ahora tu espada?

Nuestro hijo lo hará, algún día.

¿Cuándo velarás por mí, hijo de cuervos, ahora que te han arrancado las alas?

Mientras caigo...

el político bueno...

El viejo trazaba círculos pequeños en la arena con la punta de su bastón, mientras la televisión atronaba con las últimas noticias.

- Los políticos de mi época, de cuando yo era joven... los prefiero a los de ahora, la verdad...

Charly asomó ennegrecido de debajo del coche, con una llave en la mano, frunciendo el ceño y deslumbrado por el sol.

- No me joda, abuelo. Los políticos de su época ya estarán todos muertos.

- Por eso, niño, por eso...

¡crash!

Todos observaban en silencio tras sus muros transparentes. El sol de la mañana se reflejaba en las torres más altas, y de tanto en cuando podía oirse el tintineo de unos pasos apresurados, que se perdía por las anchas avenidas bordeadas de elegantes edificios art decó.

Pegados a los cristales, aguantaban la respiración, por miedo a empañarlos y no poder ver.

Aquel día, según las profecías de sus antepasados, llegaría el Elegido, "portando el destino en su mano".


Y a través de las paredes cristalinas, se reflejó el horror en los rostros atezados de los habitantes de la Ciudad de Cristal, cuando en el horizonte apareció tan solo un hombre con una piedra en la mano.

el último trovador

Me detuve al llegar a la bocacalle, palpé otra vez el bulto de mi cazadora roja, y enfilé la travesía con aire decidido.

Él tocaba el violín para los forasteros, un adagio copiado con toda probabilidad durante los últimos cinco años en alguna feria ganadera.

Al llegar a su altura, hinqué la mano en el interior del bolsillo, saqué el fajo de billetes, y le miré a los ojos fijamente. Fue capaz de sostener mi mirada apenas unos instantes, antes de que una semicorchea distrajera su atención.
Pero mi atención resultó más difícil de vencer que la suya. Diestramente, mis dedos pellizcaron un billete del montón, lo extrajeron con soltura y yo, con una inclinación digna de la más servil reverencia y una sonrisa impertinente en los labios, dejé caer el billete doblado en dos sobre la funda del instrumento que descansaba en la acera.

Abrió los ojos como platos, y aunque alguno de los transeuntes le acompañó en el gesto, estoy convencido de que en aquel momento estaba más solo de lo que había estado en toda su vida.
Intentó sustraerse a la impresión, apartó la vista y siguió tocando, aunque un temblor apenas perceptible se embargó de su brazo izquierdo, lo cual invariablemente repercutió en un par de disonancias apenas perceptibles para un oído mal entrenado como el mío.

Tras unos instantes, volvió a clavar su mirada sorprendida en mi figura, para apartarla con un ademán enérgico mientras seguía tocando.
Sin inmutarme, arranqué otra "pluma" del montón de billetes, y la dejé con cuidado sobre la anterior ofrenda.
Alguno de los presentes retrocedió, como espantado. Otros reían por lo bajo. Él, seguía tocando, cada vez más nervioso. Y yo, sólo le miraba fijamente con una media sonrisa.

Pasaron los minutos, y una pequeña -aunque molesta y bulliciosa- multitud se fue arremolinando en torno nuestro. Un error se sucedía a otro a medida que mis títulos de valor se amontonaban sobre el terciopelo oscuro de su funda, arrancando comentarios soterrados de los curiosos y lágrimas de sudor de su frente.

Finalmente, el terror venció a la prudencia y preguntó titubeante:

Señor, ¿qué queréis de mí?


Cinco mil años en el Infierno no le restaban la gracia al empleo. Pensé en la gratificación que le pediría a su merced la duquesa por atraer al depositario de sus favores, y no pude evitar hacer cálculos...

qué barata te vendes

Nunca había ido a las concentraciones del Partido. Tampoco era obligatorio.
Los discursos le aburrían sobremanera, y, en cualquier caso, casi todos los compañeros de la oficina y algún vecino acudían, así que no hubiera podido conocer a nadie nuevo.
Además, él ya conocía a todas las personas que hubiera podido querer conocer. Tenía unos pocos amigos leales, distribuídos entre la oficina y los recuerdos de la Universidad. Y la tenía a ella; a Marta.

Anoche volvió a soñarlo otra vez. Cuando ya llevaba un buen rato disfrutando de su ensaladilla, movía un trozo de patata y allí estaba, de nuevo retorciéndose bajo su tenedor, el escorpión. Un escorpión enorme, negro y amenazador.
Y así había sido cada noche desde hacía una semana.

Aquella mañana, el delegado volvió a pasearse por entre las filas paralelas de escritorios, dejando en cada uno, cuidadosamente cuadrado con el borde superior derecho, el folleto semanal del partido.
En todos, menos en el suyo y en el del asesor contable, detalle que no pasó desapercibido a nadie en la planta.

El jefe de Sistemas llevaba dos días de baja por un esguince durante una excursión del Partido, y su mesa quedaba en la esquina junto a la puerta. Al salir para ir al servicio, cogió disimuladamente las hojas grapadas, las apretó contra su muslo en el lado contrario a la cámara de seguridad, y entró en el lavabo.

Libertad y Patria, leyó.

Libertad, qué barata te vendes - pensó.

Aquel pensamiento, realizado con una voz que no era la suya, una voz mucho más amarga, como la de esos viejos borrachos que desayunaban licor en la cantina de la estación de ferrocarriles, le estremeció. Y lo apartó angustiado, como quien aparta un insecto de un instrumento de precisión.

Libertad y Patria. En la portada, la ejecución pública de varios terroristas, y un artículo sobre la erradicación de la homosexualidad en las escuelas primarias.

Raúl no estaba seguro de haber conocido nunca a un homosexual. Siempre había atendido a los rumores y los cotilleos sobre otros, y se había preguntado con insistencia si no correrían los mismos bulos acerca de él. Pero nunca le había dado mayor importancia al tema. Al fin y al cabo, él tenía a Marta, y con eso siempre había bastado.

Nervioso, dejó el panfleto abandonado junto al retrete, y volvió deprisa a la oficina. Quedaba poco tiempo para la hora de la comida.

Regresó a casa tarde, y encontró a Marta ya dormida. En silencio, se desvistió y se metió a su lado en la cama. Pronto estuvo dormido.


Otra vez, el mismo sueño. De nuevo, Marta le tendía el tenedor y le miraba sonriendo desde sus ojos verdes. El iba comiendo, pero ya no lo hacía despreocupado, como antes, sino que cada vez que revolvía en el plato lo hacía con un nudo en el estómago, preguntándose cuándo vería asomar las patas negras como garras, las pinzas, el aguijón, el asqueroso aguijón lleno de veneno y brillante como si estuviera recubierto de sudor. Y el nudo iba apretándose cada vez más en sus entrañas...

Despertó sobresaltado. Palpó a su izquierda, y Marta ya no estaba. Inquieto, se puso los pantalones y se dirigió hacia la cocina.
Y allí estaba Marta, removiendo con el tenedor un cuenco lleno de escorpiones.

Todos se sorprendieron al ver a Raúl en una de las concentraciones. Y en la siguiente excursión del Grupo Local. Más aún, a nadie le dejó indiferente el hecho de que Raúl se hubiera convertido en el militante más entusiasta.

Mientras tanto, Raúl, alegremente vestido con sus pantalones cortos y su corbatín, sonreía con desprecio y estiraba el brazo más que nadie al entonar el himno.
Y lo hacía pensando: no merecéis nada mejor.

y los dioses te llamaron: gilipollas

Sus pasos, pese a tener el silencio de las lápidas, resuenan por la oficina como redobles de tambor.

Anubis, espigado y cruel, sujeta la puerta a un Buda orondo y sonriente. Palas, vestida de Dolce & Gabbana, contempla indiferente tras sus gafas de pasta los coqueteos de una Venus demasiado escotada para ser elegante y Amaterasu. Mazda aprovecha para sacar un café de la máquina, y Odín mira de reojo a Jesucristo mientras murmura algo sobre ser un mierda y llevar lloriqueando dos mil años...

Finalmente, llegan a la División de Informática. El sujeto en cuestión vegeta en uno de los escritorios, peleándose con un IBM lento hasta la desesperación. El sudor empieza a transparentar su camisa granate, lleva el nudo de la corbata aflojado y a su derecha se acumula un montón de papeles que, presumiblemente, suponen más trabajo sin terminar.

Lug, ejerciendo de cortés anfitrión, se lo señala a los demás.

- Bien, aquí le tienen: damas y caballeros, ésto es un gilipollas.

- ¿Y es verdad que no cobra las horas extras? - preguntó Lucifer con sorna.

- Jamás: y se hace cerca de seis horas cada semana, sí... - repuso Lug confuso.

- Apuesto a que no distingue su casa del cubil en el que trabaja - observó Palas con sonrisa maliciosa, sin ignorar que Thor la estaba desnudando con la mirada.

- Y... ¿puedo golpearle? - consultó Caín esperanzado.

- Por supuesto - contestó Lug - : sírvanse, están en su casa.


Mientras tanto, Mariano descubría que los codecs que necesitaba no estaban instalados. Más y más diversión.

bang

Imparable.
Veloz.
Simple.
Amoral.
Absurdo.
Prescindible.

- Tatúate un número de serie en la nuca y serás como una bala - me dijo ella.

Inspiré con fuerza, cerré los ojos, y sonreí más con cada punzada.

Uno... seis... uno... ocho... cero... tres... tres...

podría ser peor

Sandra me ha dejado.

Nunca entendí cómo una chica como ella podía fijarse en mí, ni tampoco dí crédito cuando, tras aquella comida de empresa, acodados en la barra del bar del hotel, me dijo con media sonrisa que había cortado con su novio.
Como en un sueño, no me lo terminaba de creer, pero lo disfrutaba.

A la mañana siguiente, al recorrer su espalda con la mirada, lo achaqué todo al alcohol. Con su melena rubia deslizándose por mi almohada, parecía un ángel, que se marcharía volando de mi vida al recobrar las alas.
Pero no lo hizo, ni aquella mañana, cuando compartimos entre risas el poco café que quedaba en mi cocina de soltero, ni durante los cuatro años siguientes, cuando llovía en el cielo y las lágrimas brotaban de sus ojos verdes, ni cuando sus tiernos labios susurraban promesas que ahora rompía.


Hey, socio, ¿va bien?

Levanté la cabeza y ahí estaba Jorge, apoyando su mano en mi hombro, con su antebrazo tatuado con números romanos.

Sí, estoy... Nada, sólo dándole vueltas... problemas con la casa, ya sabes.

Claro, nos pasa a los mejores. Oye, me he enterado de lo de Sandra. Sé que no querrás hablar de ello ahora, pero si hay algo que...

Ya, vale. Lo sé, tío, gracias.

Apoyé mi mano sobre la suya, intentando esbozar una sonrisa. Al fin y al cabo, tampoco le había mentido: tenía problemas con la casa. O mejor dicho, el que tenía problemas con la casa ahora era el banco: y yo llevaba meses con problemas para pagar la hipoteca.

Para colmo, esta mañana se me había jodido el vaso expansor del coche... ¿¿pero cómo cojones se puede romper eso??

Mientras hacía cuentas sumando radiador, manguitos y lo del retrovisor a principios de año, sonó la sirena.

Todos los chicos cogieron las cosas y salieron corriendo hacia los camiones. A mitad de camino, Jorge me detuvo cogiéndome del brazo.

Tío, Paseo de los Nogales 12... es tu casa, ¿no?

El gas. El gas, y la puta madre que le parió. Miré hacia el cielo y me dí cuenta de que hoy iba a ser un día muy largo.

de putas

El motor todavía estaba caliente, transformando en vapor las gotas de lluvia gruesas como uvas que caían sobre él, y derramando un arcoiris de aceite en los charcos. Al menos, eso era todo lo que se podía reconocer bajo las tripas del camión.

Los rotatorios azules hacían resplandecer pequeñas estrellas en el asfalto, y algo empezaba a picarme bajo el alzacuellos.


¡Pero hombre, padre! ¿A dónde iba a estas horas, con este tiempo?

Pues de putas, hijo mío, ¿a dónde iba a ir?

Vale que me pasé un poco, pero el que empezó cagándose en mi jefe fue él.

vírgen de los sicarios

Bajó la visera del casco, y no lo hizo por miedo al asfalto. Al asfalto no podía tenerle miedo. El asfalto era justo: él estaba abajo, y no se movería, y tan sólo dependía de ella no caerse y arrasarse la piel. Al contrario que con las personas que la habían rodeado desde que era niña.

Pero nada de eso importaba ahora, y si se bajaba la visera del casco no era para protegerse, sino para ocultar su rostro de miradas indiscretas. Siempre había algún idiota mirando.
Seguro que durante la creación del mundo, ya había algún tonto parado sin hacer nada, pero mirando.

Palpó el símbolo del santo bajo su camiseta, comprobó el bulto aprisionado por el cinturón a su espalda, y se abrazó a la cintura del motorista. Ver el todoterreno aparecer al fondo de la calle, una señal imperceptible y el estallido del motor bajo sus cuerpos delgados.
Enseguida, la moto se puso a la altura de la ventanilla del acompañante, ella sacó el arma y la detonación atravesó cristales, una cara de estupor y mucha sangre.

Un tremendo acelerón, y la deliciosa sensación de vértigo invadía su cuerpo. El aire fresco de la barriada acariciaba la mano en la que todavía sostenía la pistola.

Se había hecho daño en un hombro, y la mano le olería a pólvora un par de días. Pero, bueno -pensó-, es mejor que fregar pisos.

enragés sacrifican títeres a Palas

Primero cesaban los gritos, luego el murmullo, después surgía un silbido seco y sedoso, y de pronto un ruido que no admitía comparación. Bueno, sí: cuando se corta la cabeza de un pollo en una tabla de madera.
Y entonces llegaban de nuevo los gritos, los aplausos, los vítores y los desmayos, los vivas guturales a la República ante los ojos abiertos como platos de la cabeza que, todavía consciente, se balanceaba en el cesto. Hacía un sonido curioso al caer, como darle una palmada a un melón.

Otro más que permite que la patria se interponga entre su cuello y su cabeza.

Louvet suspiró, y se estiró contra la pared hasta que sus antebrazos asomaron al sol entre las rejas de su celda. Se suponía que le quedaba una semana, pero al ritmo que llevaba la máquina siniestra empezaba a dudar de que consiguiera ver más de un día.

Abajo, en la plaza, el populacho, inflamado por la tricolor, la sangre y el vino, clamaba por más ejecuciones, mientras los verdugos se afanaban por despejar el estrado a falta de cestos.

Entre tanto, unos bufones se dedicaban a la profanación más repugnante: habían atado las muñecas y los tobillos de varios cadáveres, y de tal modo desde lo alto del palco los manejaban como si fueran títeres decapitados, mientras abajo la plebe reía cada chanza de este teatro horrible.

Louvet se sentó presa de un mareo cuando por fin avistó ésto. Enjuagó el sudor frío que perlaba su frente con lo que quedaba de la manga de su camisa, y dirigió una mirada perdida al techo de la estancia.

Honran a la Diosa Razón con un sacrificio de marionetas - pensó.

Y a solas en su celda, Louvet lloró.

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Parte de un juego propuesto por Bito.

el retorno del guerrero II

Hacía más de tres horas que no recibían noticias del Centro de Control. La piloto, Abigail Adams, se mostraba inquieta. Era la primera vez que se veía forzada a aterrizar sin contar con toda la información de Control actualizada, así que tenía que confiar en que todos los datos hubieran sufrido sólo pequeñas variaciones.

En la parte posterior, el tripulante que los rusos habían aportado a la misión, teniente Victor Serge, se afanaba en intentar recuperar las comunicaciones sin éxito.

Pero Morgan no estaba preocupado. Al fín y al cabo, Abby acumulaba casi tres mil horas de vuelo, así que no merecía la pena ponerse nervioso. Si era posible aterrizar, ella podía hacerlo.
En cuanto a Serge, era hiperactivo, y más valía tenerle entretenido en algo que (a estas alturas ninguno lo dudaba) era imposible conseguir, que soportarle dando vueltas por el orbitador.


Ya unos días antes del despegue había tenido la sensación de que algo no marchaba del todo bien en el planeta, con todo lo de Corea y ese tipo del Departamento de Estado cada dos por tres en la televisión.


Lo cierto es que los días antes de despegar, la realidad inmediata parece sólo una alucinación vaga que te rodea. Algunos tripulantes habían firmado cosas en ese estado casi enajenado, para descubrir horrorizados las consecuencias una vez vueltos a la tierra: divorcios, seguros dentales...

En el Programa nadie lo ignoraba, así que se seguía el mismo protocolo que los médicos utilizaban con los sedados con ketamina: nada de estímulos externos, especialmente familiares, política, deportes...

Además, a ninguno de los tripulantes les interesaban mucho las noticias. Abby venía de una familia libertariana de derechas... no es que se fuera a echar al monte con un fusil y latas de comida, pero bueno, tampoco se podía hablar con ella de ciertos temas.

En cuanto a Victor Serge, toda la discusión para el giraba en torno a que "todos los políticos son unos...". El resto de la frase, según él, no tenía traducción fuera del ruso.


Ya habían reentrado en la atmósfera, y todo había salido a la perfección. Morgan estaba repasando los distintos indicadores de temperatura, cuando Serge anunció que lo había logrado y las comunicaciones estaban restablecidas.

Al otro lado, el controlador siempre se dirigía a Morgan como "Señor". Militar. Algo no iba bien.


Siguiendo las instrucciones, Abby situó la nave en la pista, y suavemente tomaron tierra.

(continuará...)

estamos juntos en ésto

Recordé que habíamos llegado a la calle juntos, cogidos de la mano, para luego, una vez dentro, comportarnos como perfectos extraños.

Igual que cuando acabábamos de conocernos, y en su casa yo sólo era un compañero de clase que iba a buscarla, aunque yo había ido a un instituto distinto al que enviaba sus cientos de faltas de asistencia, y aunque en el parque nos buscábamos con la boca y con las manos el tiempo suficiente para olvidar cómo ella robaba y mentía a sus padres y yo dejaba de ser un buen cliente para convertirme en un mal socio de mi camello.

- Estamos juntos en ésto - me susurró un día con la mirada encendida.

- Hasta el final - contesté yo.

 

Sabía fingir muy bien que me ignoraba, y estaba acostumbrada a volverme loco haciéndolo, pero esta vez había un patrón nervioso en su forma de mirar en cualquier dirección menos en la mía, como si mi figura la quemara en la retina.

Tuve ganas de abrazarla. De decirle que todo pasaría, que encontraríamos la manera de escapar. Que cuando terminaramos con esto seríamos mucho mejores.

Pero no tenía fuerzas para creérmelo. Al fin y al cabo, todo había sido idea suya. Además, ahora no hubiera podido hacerlo. No sin joder el plan.

 

A la de una.

A la de dos.

A la mierda.

 

- ¡A ver, todo el mundo tranquilo y ésto será rápido! - exclama mientras saca la pistola.

 

Mientras repito a la cajera que mire hacia abajo, algo me dice que todo saldrá mal, y que esta vez ni siquiera ella podrá ignorar las consecuencias.

La miro, y está soplándose el flequillo de la cara. Sonríe, sonrío, y puede que ahora todo se esté yendo a tomar por culo de verdad, pero podría ser peor.

Podríamos estar solos, pero estamos juntos en ésto.

Hasta el final.

el retorno del guerrero

Al amanecer tornará el guerrero

Portando bajo el brazo su yelmo de oro

 

El descenso estaba siendo suave, así que, al parecer, finalmente ninguna de las placas había fallado, lo cual tampoco suponía un gran alivio dadas las circunstancias.

Ya desde antes de abandonar la órbita terrestre, las noticias que le pasaban desde el Centro de Control eran contradictorias, señal inequívoca de que no le estaban contando toda la verdad. Al principio tampoco desconfió demasiado: al fin y al cabo, era una norma no escrita del Programa que la tripulación contara exclusivamente con aquella información que pudiera serle de ayuda allá arriba. Más de uno no se había enterado del fallecimiento de un ser querido hasta pisar tierra días después.

Para sorpresa de cualquier observador externo, el hecho despertaba pocas protestas entre los afectados. En realidad, nadie en la Agencia ponía en duda que la misión siempre era lo primero, y este era el comportamiento que se esperaba de cualquier astronauta.

El grado de identificación con el proyecto entre la plantilla era algo que sorprendía a todos los que se incorporaban al Programa, pero muy especialmente a los que llegaban desde el ejército, que observaban atónitos como una pequeña tropa de ingenieros, mecánicos, informáticos, pilotos... en su mayoría civiles, tenía mayor disciplina de la que hubiera podido demostrar un comando bien entrenado.

Era un motivo de orgullo para todos los participantes, pero muy especialmente para los tripulantes del transbordador. Aunque los tiempos de la recepción presidencial y el desfile por la Quinta Avenida habían quedado enterrados entre las cenizas de la Guerra Fría, los astronautas seguían siendo héroes. Ese era el motivo por el que, una vez desechadas la fama y la posibilidad de pasar a la posteridad, seguían quedando cada año cientos de aspirantes a entrar en el Programa Espacial.

El comandante de su primera misión, uno de los pioneros de la vieja escuela, lo definía como "la llamada de la gloria". Hablaba de la inmensa sensación de poder que se sentía al contemplar el planeta desde el espacio: el mismo impulso terrible que inflamó a Washington, a Colón, a Bonaparte, a César, a Alejandro...

 

Pero el capitán Morgan jamás había sentido aquel aguijón clavarse en su pecho. Se había limitado siempre a hacer lo que se esperaba de él: triunfar. El primero de la clase, el primero de su promoción, héroe de guerra, piloto condecorado... Todo ello lo había ido ejecutando desapasionadamente, como quien sigue una rutina aburrida y minuciosamente planificada.

Cuantos habían trabajado con él destacaban su extrema humildad. No en vano, había sido educado con rigor en una exigente ética del trabajo. Ser tan bueno como pudiera llegar a ser no era para Daniel Morgan un motivo de alegría, sino el cumplimiento de una obligación categórica. Ni siquiera pretendía entrar en el Programa Espacial, y sólo se lo planteó al ver que realmente tenía posibilidades.

Así las cosas, no era de extrañar que hubiera llegado a ser el comandante más joven al mando de una misión espacial.

apolo 11

 

(continuará...)

residuos

Cuando la gente se va a dormir, nosotros salimos. Es algo desagradable vivir al revés que todo el mundo, pero resulta necesario para nuestro trabajo.

Curdt y Charlene me estaban esperando en el portal. Charlenne era la nueva, y la única chica que había visto que le quedara bien el uniforme.

Pantalones militares, jersey con protecciones en los hombros y botas lisas, todo ello de riguroso negro. Cualquiera diría que fuéramos ladrones, pero desde hace unas décadas eso era difícil.

Con nosotros en circulación, ¿quién se atrevería a robar? Como me dijo una vez Eddie, nuestro Supervisor:

- Sea lo que sea, recuerda que algún día lo acabarás tirando.

 

Y entonces nosotros estaremos allí. Eso no lo decía Eddie, pero como le pagan para asegurarse de que lo hagamos estoy convencido de que al menos lo piensa.

 

 

- Eh, Baudelaire, ¿en qué piensas?

La que me preguntaba ahora era Charlene, al verme ensimismado mirando por la ventanilla del pequeño turismo camuflado. Siempre hacía lo mismo: cuando alguien parecía perdido en sus pensamientos  ("durmiéndose al volante" diría ella)  siempre le interrumpía. Lo que inevitablemente la llevaba a hacerme a mí este tipo de preguntas de vez en cuando.

Lo cual no implica que albergara otro tipo de interés: a las pocas semanas de su incorporación todos nos enteramos de que tenía novio. Así que no confundáis sus atenciones centradas en mí. Yo lo hice, y gracias a este pequeño desliz todos supimos que ella tenía novio.

 

Lo de Baudeleire es un apodo que tengo en el trabajo, desde antes de que ella apareciera. Una vez se me ocurrió aparecer por el laboratorio con la que en aquel momento era mi lectura bajo el brazo. Los paraisos artificiales, de C. Baudelaire. La idea de que leyera a poetas franceses hizo desternillarse a más de uno. De hecho, cuanto más insistía yo en que aquello no era poesía sino un tratado en prosa, más se reían los compañeros.

Eddie no dejó de recordarme que desechar aquel tipo de material podría traerme problemas. Yo también sabía de sobra que encontrar ese tipo de publicación en la basura de algún palurdo podía suponer abrir un 754 (abuso de sustancias) en aquel cuadrante. Pero bueno, como también me enseñó Eddie: si no lo ha tirado todavía está a tiempo de arrepentirse...

Además, los basureros tenemos nuestros propios métodos para deshacernos de nuestra mierda. Es cosa de cortesía no echarle un vistazo al incinerador iónico cuando un compañero lo está utilizando. Al fin y al cabo, la intimidad es algo importante.

 

 

 

charles baudelaire

 

 

 

Pero volvamos a la realidad, a nuestro coche durante aquel turno, por un momento. ¿En qué pensaba?

 

- En nada. No sé, en nada, supongo...

 

- Bravo, genio - Charlene rió con ganas - . Eres el tercio intelectual de nuestra cuadrilla.

 

Curdt detuvo el coche despacio, y entonces todos nos callamos. Habíamos llegado a nuestro cuadrante para aquella noche, y esas eran las normas. Todo lo que necesitaramos decir, ya tenía que estar dicho.

 

(continuará...)

Los rusos

Arrodillado sobre la cama, apoyaba los codos en la ventana y sostenía la mandíbula en las manos. Aquella mañana el cielo era tan profundo que se podría haber nadado en él, y contrastaba con los tejados oscuros de su vecindario. Los cúmulo-nimbos blancos como el algodón terminaban de dotar al paisaje de la idealidad de los folletos inmobiliarios destinados a la clase media.

El chico, sin embargo, ya estaba despierto, vestido todavía con el pijama de Mickey Mouse que la abuela le regaló por Navidad. Ignorando el valor hipotecario que pudiera tener la muerte de sus padres, miraba al cielo ensimismado. Todos los domingos madrugaba.

 

Todos los sábados, mamá lloraba, y papá volvía gritando, o no volvía, y esa era la razón por la que el chico se acostaba tan temprano. En contraste, el domingo a las siete de la mañana la casa estaba muy tranquila.

 

Papá tenía un trabajo muy importante para el Gobierno, y el domingo se despertaba tarde para tomar café solo con dos cucharadas de azucar y leer un periódico grueso con titulares enormes que hablaban de Rusia. Papá llevaba corbata, y cuando se gritaban, mamá decía que él y sus compañeros acabarían destruyendo el mundo.

 

Mamá limpiaba mucho y apenas hablaba. Mamá tomaba medicinas de ese armario que el chico no debía tocar ni hablar de él a papá, y cada lunes, después de que papá se marchara al trabajo, acudía con sus amigas a la peluquería aunque siempre se peinaba mucho antes de salir. Siempre decía que todo había cambiado porque papá tenía mucha presión en el trabajo.

 

Muchos compañeros de trabajo de papá eran los papás de sus amigos. El año pasado, el papá de Rob Banowicz se salió de la carretera con el coche y se mató. Esa noche, mamá le chilló algo a papá, y papá la pegó una bofetada.

 

 

Cuando el teléfono del dormitorio de sus padres quebró el silencio matutino el chico ya sabía lo que estaba ocurriendo, antes de que su padre descolgara el auricular con un gruñido y de que todo se convitiera en gritos y carreras apresuradas.

Porque unos minutos antes, antes incluso de que un único disparo de escopeta tronara desde la casa de los Cooper, el chico ya había visto las estelas blanquecinas que surcaban verticalmente la cúpula celeste, y abriendo mucho la boca había exclamado:

 

- Vienen los rusos.