vírgen de los sicarios
Bajó la visera del casco, y no lo hizo por miedo al asfalto. Al asfalto no podía tenerle miedo. El asfalto era justo: él estaba abajo, y no se movería, y tan sólo dependía de ella no caerse y arrasarse la piel. Al contrario que con las personas que la habían rodeado desde que era niña.
Pero nada de eso importaba ahora, y si se bajaba la visera del casco no era para protegerse, sino para ocultar su rostro de miradas indiscretas. Siempre había algún idiota mirando.
Seguro que durante la creación del mundo, ya había algún tonto parado sin hacer nada, pero mirando.
Palpó el símbolo del santo bajo su camiseta, comprobó el bulto aprisionado por el cinturón a su espalda, y se abrazó a la cintura del motorista. Ver el todoterreno aparecer al fondo de la calle, una señal imperceptible y el estallido del motor bajo sus cuerpos delgados.
Enseguida, la moto se puso a la altura de la ventanilla del acompañante, ella sacó el arma y la detonación atravesó cristales, una cara de estupor y mucha sangre.
Un tremendo acelerón, y la deliciosa sensación de vértigo invadía su cuerpo. El aire fresco de la barriada acariciaba la mano en la que todavía sostenía la pistola.
Se había hecho daño en un hombro, y la mano le olería a pólvora un par de días. Pero, bueno -pensó-, es mejor que fregar pisos.
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